lunes, 19 de enero de 2009

Los puntos suspensivos


Nunca me gustaron los puntos suspensivos. Los observo con cierto recelo y me saben desconfiables. Creo que ellos ocultan algo, palabras por supuesto. O quizás una pereza literaria donde el escritor ocasional decide dejar al libre albedrío del lector, la elección de significantes que no han acudido a la cita de la inspiración. Allí están, al final de una oración, en el medio de ocurrencias, en el trayecto de una descripción. Holgazanas redondeces del lápiz, generalmente agrupadas de a trío. Casi soberbios, apurando a quien los percibe a resolver de un periquete lo que ellos no han logrado decir. Uno se siente hasta intimidado. “Estuve con Gerardo… Lo ví salir del banco Nación… Y, bueno, lo llamé. Viste…” Entonces me quedo contemplando el texto aturdido por la suposición de que en esa frase aparentemente insignificante donde Claudia me relató el encuentro con Gerardo, puede estar queriendo decir muchas otras cosas. No sé, que Gerardo robó el banco. O que se anduvo escondiendo de ella, o bien que Gerardo es, como todos lo imaginábamos, gay. Los puntos suspensivos justamente terminan por suspender nuestro juicio enredándonos en una madeja paranoide, tratando de encontrar puntas ocultas a un ovillo, por lo demás, anodino e inocente.
Los puntos suspensivos también uno los puede encontrar en la concreción del verbo. Digo, en la vida misma, real, concreta y muchas veces cruel. Qué me habrá querido decir Luisa cuando le pregunté por el precio de las papas y me contestó con un lacónico “Vos verás…”. Las papas bajaron? Subieron descomunalmente? Voy a ser papá? Soy el padre de Luisa?
Ese abuso de un puntuado impar, descontextuado, inquisidor, llevan a desconfiar hasta del ciclo solar y sus millones de años de antecedentes. Lo burdo, lo simple, abruptamente se convierte en una cascada de preguntas sin respuestas que se abren en ramas infinitas, inabarcables, avasallantes y desvelantes. Quizas Luisa pretendió decirme un simple “mirá lo caras que están las papas sin cepillar”. Pero influencias de poemas para adolescentes la llevaron interrumpir la frase y reemplazar la parte ausente por estos tres puntos, sin saber que con ello provocó en mí un desborde de angustia y la necesidad de volver a llamar a mi analista luego de cinco años de interrupción.
Personalmente prefiero los puntos, así, simples, solitarios. Que marquen el final claro de una idea. Sean seguidos o sean apartes. Y que me quiten de una vez por todas mis dudas de si el parecido físico de Luisa conmigo tiene una explicación genética.

País descompuesto


Mundial. Cielo europeo cobijando la gran final. Inesperada final. España, haciendo estirpe de su historia, por un lado. En el otro campo, estirando y enlongando sus piernas lampiñas, estaban los jugadores de Serbia y Montenegro.
Al incauto lector: Serbia y Montenegro era un solo equipo. No vaya a pensarse que eran dos contra los ibéricos. Este conjunto, me refiero al de Serbia y Montenegro, había llegado a esta instancia definitoria de modo totalmente sorpresivo. Los pronósticos más optimistas sólo le reservaban un lugar en la segunda ronda, y raspando. Y terminaron siendo los muchachitos de la película. Esos antihéroes que acaban besando a la protagonista, pasando previa y obviamente, por todos los escollos y pesares que uno pueda soñar: debilidades, handicaps infranqueables, torpezas. Hacían del esfuerzo y del arrojo un rasgo atractivo y amable. No cabe duda que uno termina identificándose con el débil, con el que lleva las de perder. No sé si es compasión, pero la gente suele hacer de estas fallas, una razón para alentar. El sufrimiento muchas veces reúne más adeptos que las vitrinas repletas de un super campeón.

Precisamente Serbia y Montenegro ni siquiera tenía vitrinas. País rejuntado, castigado. Guerras civiles. Nunca una bocanada de paz. Los rostros de aquellos jugadores parecían reflejar esa historia de penurias y de nación arrasada, como una puesta en escena de película clase B. Entonaron su himno con la pasión de un Cristo en la cruz, mirando fijamente la cámara de la televisión, a medida que ésta se iba posando en sus humanidades. Sus cuerpos, no solo sus rostros, eran un texto de heridas sangrantes: flacos y desgarbados algunos; brutos y morrudos otros.

Hinchada no tenían. No podían salir fácilmente de su país. Cada jugador soñaba con su lugar, imaginaban al barrio rodeando los contados televisores, esperando la hora señalada, y rogando por un nuevo milagro. Es que haber llegado a la final podía ser fácilmente motivo de canonización de estos once guerreros. Goles sobre la hora, travesaños astillados y referíes miopes colaboraron en esta hazaña. Pero sobre todo fueron la garra, la templanza, la vergüenza propia, y un sentimiento entrañable, los que permitieron a Serbia y Montenegro ir abriendo cada una de las llaves del fixture hasta llegar a la última cerradura.

El partido todos lo recuerdan: un cero a cero anodino, siestero, un partido de potrero del far west. No hubo párpado que no titilase. Como si los protagonistas esperaran el fallo de un jurado para definir el pleito. Pasesitos por aquí, demoras por allá, jugadores lesionados que se recuperaban cuál Lázaro venido de la muerte. Y una maratón infernal de los serbiosmontenegrinos, pelotazos a la luna, salvadas grotescas sobre la línea del arco. Hasta penales malogrados. Así se disiparon los noventa minutos, y así llegaron los treinta de un alargue jugado con el alma y la vida. Aquellas piernas escuálidas parecían aumentar su grosor, y los torpes defensas adquirían destrezas propias de una gimnasta rusa.

Fueron los penales los que decidieron el destino de la copa dorada. Aquella que levantó el Diego, pasaría al menos cuatro años en la ignota Serbia y Montenegro.

Ese fue el gran tema. El disparate. Lo impensado por los jugadores de aquella selección. Esos hombres que desbordaban alegría, que saltaban como si recién se hubiesen despertado de la siesta, con una energía envidiable, nuevamente, cuando ya creían haber saltado todas las vallas de la vida, se encuentran con una ominosa y trágica escena. Digo bien, esos tipos, que emocionaron hasta al escandinavo más ermitaño, que regaron el césped con su sudor y que despertaron la simpatía de medio mundo, otra vez, pobres tipos, otra vez encuentran una roca, que digo!, un meteorito, en sus rutas. Aquellas ansias de llegar a su país, de compartir desde algún balcón la única alegría nacional en cientos de años con sus coterráneos, chocaron frontalmente con la crudeza más descarnada. Por aquellos días, mientras el furor del mundial estaba vigente, y el vendaval de milagros futbolísticos maravillaba al planeta, muy otras decisiones se estaban tejiendo en el país de Serbia y Montenegro. Mejor dicho, se estaba deshilachando un tejido histórico. Una suerte de “ovillar y dar de nuevo”. Se había decidido, ni más ni menos, que aquel país compuesto, sufrido y castigado, dejase de existir. Que su bandera fuese arriada definitivamente, y que su nombre se desdoblase en dos: Serbia por un lado, Montenegro por el otro.

Los jugadores bajaron en el Aeropuerto Internacional. Aún saltaban de alegría e improvisaban cantos futboleros en un idioma ininteligible. No sabían nada. Inocentes como niños, desbordaban ansiedad por subirse a un micro descapotable y pasearse a sus anchas por las bombardeadas calles de la Capital. Por una vez no serían tanquetas sino caravanas de autos unidas por un bocinazo masivo y agudo, que acompañase al heroico seleccionado. Todas las manos alzando la estatuilla en un día históricamente feliz.

Allí bajan los jugadores, en una fila desarmada, desaforados, con las corbatas de vincha. Más vigorosos, menos sufridos. Están a punto de pisar el suelo de un país que ya no existe, que se disolvió en la noche. Allí va la selección de fútbol de un país que no existe más.

Inundado


Son las tres de la mañana. El gas cortado hace dos días. Eso no sería nada si no fuera que justamente afuera, hacen diez grados bajo cero. De modo que las ventanas no están empañadas sino escarchadas, y una bolsa de nailon cubre vanamente un vidrio roto y se infla con el inclemente soplido del viento sur. Me desperté muerto de frío y luego no me pude dormir. Quizás sea por esa gotera en el baño que retumba en un balde de chapa, o talvez estas migas en las sábanas gastadas y sucias, que me hacen cosquillas y raspan mis brazos y piernas. La cuestión es que me desperté transpirado, siempre transpiro cuando tengo pesadillas, y con un fuerte dolor de panza. Apenas pude llegar hasta el baño para aliviar estruendosamente un cólico punzante como una flecha de hielo. El cuerpo me picaba, no se si debía a que hace cinco días que no me bañaba -no solo no tenía gas, también se había cortado el agua-, o a las pulgas del gato mugriento.

Me siento duro, pesado. Un dolor de cintura que se derrama impiadoso por mis piernas y espalda me recuerda que aquí estoy, sentado en el comedor, alumbrado tan solo por una vela -también cortaron la luz-, que amenaza apagarse cada vez que el viento sopla y la bolsita de nailon fracasa en su labor de barricada. Se apagó la vela. Me siento esencialmente molesto. Y pienso en las cuentas impagas, en el telegrama de despido que me llegó hace dos semanas y que aun no respondí, y en lo aburrido que me siento. Es que no sé qué hacer, “las horas pasan muertas”, lentas e invariables. Ya está amaneciendo y yo no dormí nada. Tengo los ojos hinchados, llenos de lagañas. Me siento feo. Esencialmente feo y, además, molesto. Tocan el timbre. Mejor no atiendo, seguro es un cobrador. O no, talvez sea un amigo o una mujer que me vienen a visitar. Mejor les abro. Y no es ni un amigo ni tampoco una mujer, es mi vieja. Qué haces con todo apagado, con los eskabes cerrados, con el frío que hace. Y se queda parada mirando qué hago, y eso me molesta, y mucho. Y me pregunta si me llamaron para algún trabajo, que por qué no hablo con Don Luis que la vez pasada andaba buscando un cadete. Pero mamá, yo soy ingeniero!. Pero qué tiene, por lo menos hacés algo. Ah, podes pasar después por casa a cortar la enredadera. No!, por qué no me dejás de romper las pelotas! Y se ofende, y llora, y se va. Ahora, además de todo lo mal que me sentía, de mis molestias físicas, psíquicas y sociales, tengo que cargar con la angustia ajena en forma de culpa. Y la espalda me duele cada vez más, desde la cabeza hasta la cintura, y también tengo hemorrodoides. Las nubes se vuelven cada vez más negras y pesadas, y revientan en un diluvio sin precedentes que rápidamente abniega las calles. El agua entra jocosa por debajo de la puerta de entrada. Mil veces me dije que tenía que colocar un burlete, y mil veces lo pospuse. Ahora a joderse. El agua entra, y no para de entrar, haciendo de mi casa una suerte de improvisado dique. La puta que lo re mil parió. Ya sube como cuarenta centímetros, trato de salvar los artefactos, pero es demasiado tarde. El CPU de la computadora flota en el living, llevándose a la deriva todos los archivos, fotos, recuerdos que tenía grabados en él. El colchón decidió chupar toda el agua podrida que invadió el dormitorio. Por lo menos las migas ya no están, y las pulgas morirán ahogadas. Pero algo me dice que esos malditos arácnidos saben nadar y que tarde o temprano volverán navegando en una nuez a colonizar todos los rincones. El gato sí se salvó, está sentado sobre a mesa, justo encima de la pizza que encargué anoche y que reservé como almuerzo para hoy. La muzzarella desborda pelos blancos y negros, e incluso algunas pulguitas luchan con el orégano. Aquí voy descalzó, con mi archi único jean arremangado hasta las rodillas tratando de escurrir el agua. Pero es inútil, desde afuera un río verde inventa un cause por el comedor, y desde el inodoro retornan inmundicias que creía vertidas en la red cloacal. Pero vuelven, quizas acompañadas por las de mi vecina Olga y su marido Beto. La lluvia paró y aquí estoy, sentado sobre la mesa, junto a mi gato mugriento, y mojado, comiendo una porción de pizza.
Y las horas pasan. Al frío se le suma la humedad ambiente y los restos de la inundación. Estoy cansado, y aburrido, y solo. Tengo sueño, los ojos rojos en sangre, y ganas de explotar en una catarsis violenta. Me acuesto, olvidando que el colchón había reservado cientos de litros de agua putrefacta que ahora se esparcieron sobre mi unica ropa seca. Me la quito, tiro el colchón por la ventana y me acomodo sobre el elástico de alambre de la cama, herencia de mi abuelita, y oxidado como sus huesos.

Debo Confesarlo


Debo confesarlo: yo fui a ver un partido de Racing Club de Avellaneda. Y fui a su tribuna. Esto no tendría nada de raro de no ser que soy, desde la cuna, ferviente simpatizante de la vereda de enfrente. Me refiero, obviamente, al glorioso Independiente. Pero esa tarde fui a ver a Racing. Me acomodé ahí, cerquita de la Guardia Imperial, su famosa barra brava. Era un partido decisivo. Jugaban Racing y Belgrano de Córdoba para definir quién se iba al descenso. Partido de vuelta. El primero fue un empate en Córdoba. Racing, con ventaja deportiva, podía salvarse incluso con un empate. El revés de la moneda era una victoria de Belgrano y la consecuente sepultura de la Academia en los infiernos del nacional B.

Debo confesarlo también. Mi presencia aquella tarde no se justificaba ni por amor al fútbol, ni por una insipiente confraternidad con los primos de Avellaneda, ni mucho menos por un inusitado aliento a los Celestes. Lo mío, sencillamente, eran ganas de ver bien, pero bien cerca, el sufrimiento de los hinchas de racing. Poder ser testigo ocular de cómo, minuto a minuto, éstos se iban entumeciendo y desangrando en hieles. Me regodeaba solamente pensando en verles correr el maquillaje celeste y blanco con el salitre de sus lágrimas, y con sus bocas mugrientas de haber mordido, nuevamente, el polvo de la derrota. Más de uno me dijo que lo mío fue una crueldad. Me fustigaron por gozar con el sufrimiento ajeno y no con el placer propio. Pero no entienden, justamente mi placer emanaba del sufrimiento de ellos.

Racing había sido durante los últimos torneos un verdadero desastre. Técnicos nómades, dirigentes incapaces y jugadores que, pobres, hacían lo que podían. Y esa hinchada… Cómo podía ser que aún inmersos en la más grande de las tristezas gritasen como lo hacían, y pagasen entrada para ver a esos muertos refrío!. Seguramente es algo que nuestro paladar negro de diablos rojos, nunca podrá entender.

Racing tenía esa tarde todas las de ganar. Pero con Racing uno nunca sabía, y nuestro sadismo siempre tenía un regalito final cuando parecía que la película ya había terminado. De hecho, en el último torneo perdieron partidos increíbles. Un seguro tres a cero a favor, fue remontado increíblemente por San Lorenzo y liquidado con un cuatro a tres a favor de los de Boedo.

Es cierto, también debo reconocer que Racing tuvo mucha mala suerte. Pero mi teoría es que la mala suerte no existe. Me parece una cuestión miope confiar en ella como depositaria de los destinos. Lo de Racing no es mala suerte. Se trata sencillamente de una selección de la naturaleza, una programación genética que devuelve al polvo a aquellos seres, en este caso un club, que nunca deberían haber superado aquel estado y que no tienen chances de sobrevida en un mundo tan competidor como el nuestro. Una suerte de “ley del más fuerte” pero sin pelea. Directamente un suicidio sabio y a cuenta gotas en el que, el suicida, va aceptando el triste papel que le ha tocado en esta vida, el de un perfecto desgraciado.

Siguiendo con el partido, un condimento extra que sazonaba este encuentro fue la introducción de una más que polémica innovación en el reglamento. Como consecuencia de las fundadas sospechas sobre la legitimidad e imparcialidad de los arbitrajes, se decidió probar una manera más transparente de resolver los pleitos que surgieren en el desarrollo del juego. La medida, engorrosa por cierto, consistía en definir, mediante el voto de cada uno de los hinchas presentes en el estadio, el destino del fallo de un referie. Por supuesto que esta determinación de la AFA generó quejas desde todos los puntos cardinales, especialmente desde los equipos denominados chicos, ya que la balanza siempre se inclinaría hacia el platillo de los clubes con más hinchada. Esto era una simple cuenta matemática y de regla de tres simple. Simple. También estaban los cuestionamientos de los estéticos que nunca faltan. Anunciaban apocalípticamente demoras soporíferas generadas por esta disposición reglamentaria, que llevarían a que directamente los simpatizantes abandonasen las tribunas entre bostezos luego de la centésima interrupción para votar si la pelota le pegó o no en la mano al centrofoward del equipo visitante.. Es cierto, contar los brazos en alto de más de cuarenta mil personas, no sería tarea sencilla, más aún si esto se convertiría en una acción frecuente y a la que se recurría cada vez que el referie pitase una falta. La sensatez primó, y se consensuó que este derroche de democracia sólo fuese convocado ante jugadas denominadas claves. Léase, penales, goles anulados o en dudosa posición, y tarjetas rojas.

Volviendo a aquella tarde, el partido fue un monólogo con acento cordobés. Racing, consumido por los nervios, a pesar de tener ventaja deportiva, no podía conservar la pelota, y el equipo Pirata dominaba todos los sectores del campo. Pero fallaba en la definición, pelotazos en el travesaño, o que besaban los rincones del arco de Martinez Gullota, para luego perderse atrás de los carteles de publicidad. Un silencio conmovedor hacía ruido en el cilindro de Avellaneda. Fue un match intenso, lleno de emociones. Y fue el debut de aquel reglamento. Yo lo observaba desde mi lugar en la tribuna. En realidad, lo que yo miraba, y gozaba, eran los rostros de aquellos hinchas racinguistas. Ojos desencajados, cábalas a la orden del día, un rosario de santos y estampitas besados por los labios secos del barrabrava más violento. Abuelos, padres y nietos, todos compartiendo un sufrimiento intergeneracional de años, que podría encontrar una válvula de escape en un triunfo salvador. Algunos lloraban, pedían la hora a escasos diez minutos de iniciado el partido. Y otros, ya más inconcientes de sus actos, gritaban, alentaban, e incluso lo hacían de espaldas a la cancha, con el claro objetivo de contagiar a los demás, pero fundamentalmente, de no sufrir ante los ataques de Belgrano y las salvadas providenciales del conjunto académico. Era muy divertido verlos. Mi piel roja disfrutaba verlos agonizar en la fría tarde del domingo.

Todo trascurría con un cero a cero, rondando ya el minuto veinte del segundo tiempo. El nuevo reglamento tuvo su debut, y las opiniones de los hinchas fueron consultadas en innumerables oportunidades. La mayoría por goles en posición dudosa de la gente de Belgrano. Me dio vergüenza ajena la actitud de los hinchas de racing. Hubo dos goles totalmente legítimos de Belgrano que finalmente no fueron otorgados ya que la mayoría simple de la hinchada local optó, obviamente, por sancionar posición adelantada por más que el delantero de Belgrano había arrancado, por lo menos, tres metros habilitado. El empate era realmente injusto. Belgrano merecía dos goles de ventaja. Pero la arbitrariedad del conjunto local, que por otra parte era totalmente lógica, fue torciendo la historia a su favor. Así se fueron sucediendo las votaciones: el árbitro paraba el partido ante un gol en aparente posición adelantada. La voz del estadio organizaba el sufragio. “Los que consideran que el gol fue en off side, que levanten la mano”. Y la gente alzaba sus brazos sudorosos, mientras un pibe con un largavista desde el césped de la cancha iba contando “uno, dos tres, ciento cincuenta, treinta mil ciento diez…” Cada votación demandaba no menos de dos horas. Y fueron, si no recuerdo mal, cinco asambleas que votaron bochornosamente a favor de los intereses de Racing pero en contra de toda moral y honra.

Pero debo confesarlo, luego de esa quinta votación, en la que la hinchada local dictaminó que una patada en la cabeza de Sava sobre el arquero de Belgrano no merecía la expulsión del delantero de Racing, fue que empecé a notar una corriente de pudor en los blanquicelestes. Una suerte de “No podemos ser tan ladrones, no merecemos estar un minuto más en primera, la próxima voto en contra” . Vio, como que los tipos empezaron a alentar menos, a sentirse incómodos, incluso a sonrojarse. Y sucedió lo que sucedió. Minuto cuarenta y cinco del segundo tiempo, quedaban dos de adicional y, de mantenerse aquel resultado, Racing seguiría en la A y Belgrano en el Nacional B. Insisto en que el resultado era por demás injusto. Además de los tiros en los palos, la injusticia en los fallos arbitrales y, sobre todo, en los de las votaciones, eran los únicos responsables de que Racing no fuese perdiendo. Minuto cuarenta y cinco del segundo tiempo. Corrida del número once de Belgrano, esquiva al arquero y define solo. Gol, gol de Belgrano. Los players del equipo Pirata festejaban corriendo en círculo, se zambullían en imaginarias piscinas de césped, e improvisaban montañas humanas de un modo casi animal. Racing se iba a la B. Los hinchas no lo podían creer. Yo los miraba desinflarse y dejarse caer sobre sus respectivos vecinos. Los ví llorar con un desgarro de entrañas. Los viejos estaban pálidos, impotentes, tristes. Muy tristes. Bustos acababa de hacer el gol de Belgrano… Atención, el árbitro hace señas. Los jugadores de Belgrano, agitados se le vienen al humo. Algunos de ellos aún tratando de incorporarse y sacudiéndose el pasto pegado a sus cuerpos. Pero qué pasa! Cáceres, el defensor de racing osó levantar la mano pidiendo off side, por más que Bustos había arrancado claramente habilitado. Seguramente fue casi un acto reflejo. Es costumbre, sobre todo en los defensores, levantar la mano pidiendo clemencia o posición adelantada, cuando ven que la pelota ha atravesado la linea del propio arco. No tiene vergüenza Cáceres. Pero levantó la mano, y el referí, reglamento en mano tuvo que pedir a los cordobeses que detuvieran su festejo y que aguardasen el dictamen popular. Los mismas hinchas que yo tenía a mi lado, digo, los barrabravas de Racing, se reían. Se enjugaban las lágrimas y reían nerviosamente como diciendo “Qué hijo de puta, no podés pedir off side, no podés”. “Atención, los que consideren que el gol fue legítimo que levanten la mano” ordenó el altoparlante de la voz del estadio. Todas las manos de la hinchada de Belgrano, desaforados, indignados, se alzaron hasta contabilizar ocho mil cuarenta votos. Los de Racing eran cuarenta mil. Era obvio que iban a ganar esta votación también y que se saldrían con las suyas. “Los que consideren que el gol fue en off side que levanten su mano” volvió a invitar el locutor…Y sobrevino el más incómodo de los silencios. De a poco, muy de a poco, se fueron levantando las manos de los hinchas de la Academia. Pero eran algunos, no todos. Y lo hacían tímidamente, con los brazos apenas erguidos. Se tapaban el rostro o pedían perdón a Dios por tan hipócrita actitud. El pibe desde la cancha, con sus binoculares iba haciendo el recuento e iba murmurando con el micrófono “tres, cuatro, ochocientos cincuenta y dos, mil doscientos uno… siete mil seiscientos siete… ocho mil treinta, ocho mil treinta y ocho, ocho mil treinta y nueve, ocho mil cuarenta. Ocho mil cuarenta… Ocho mil cuarenta!!” Se desesperaba el pendejo y gritaba “oyen bien???? Ocho mil cuarenta!!! Así empatamos la votación y por reglamento es gol de ellos!!. Qué les pasa, que vote uno más y ganamos!!! Rogaba el joven, hinchando su vena, que por la memoria de su abuelito, uno más de los presentes, solo uno más, votase que el gol había sido en off side. Pero nadie le hacía caso. Yo los miraba inmutable pero conmovido. Los veía sentarse, abrazados a las banderas y limpiándose los mocos con esos trapos desteñidos por tantas campañas, meneando sus cabezas en gesto pendular. Los veía esencialmente tristes. Muy tristes. Pero ninguno quiso seguir votando. El empate en el sufragio logrado por los menos dignos parecía definitorio. Racing se iba a la B. Y ellos mismos, le soltaron la mano a su Racing, cuando supieron que no valía la pena más agonía. Pensé en esa gente, en ese inexplicable amor por una camiseta que solo les daba frustraciones y sufrimiento. Y sin embargo habían llenado la cancha, habían alentado durante todo el torneo a un equipo sin respuestas, y sobre la hora habían decidido que el equipo de sus amores, de su infancia, de sus padres, se fuese de una vez por todas al descenso.

El pibe de los largavistas insistió por última vez, aunque con la voz ya más apagada y resignada “Ocho mil cuarenta…, gente, un voto más y nos salvamos”. Los miraba y me acordaba de los partidos de mi querido Independiente de Avellaneda en los clásicos contra Racing. Racing, ese Dragón que ya solo escupía un hálito de humo, vencido por David y tambaleante como un toro herido de muerte.

Me puse de pie, miré a mi alrededor, a ese campo de batalla apestado de muerte y derrota, levante mi brazo derecho y grité “Fue off side, fue off side”.

milagro en el patio de baldosas


Milagro en el patio de baldosas de mi casa



En verdad nadie me lo creyó jamás. Lo cierto es que esa tarde de 1983, creo que era enero, no la voy a olvidar fácilmente. Lo de siempre, una siesta aburrida sin amigos, un sol impiadoso, y una angustia que en forma de gramilla iba echando sus raíces. No eran muchas las alternativas: o bien canjear unos Patoruzitos en el quiosco Mafalda, o bien rogar que se nuble.
Igualmente todas las tardes había en el patio de baldosas de mi casa, cuando ya las baldosas estaban tibias y mi viejo se había levantado de la siesta, una gran fiesta “Pasión de multitudes!”: el infaltable encuentro entre Independiente, club de mis amores, y todos los rivales que uno se imaginara. En Independiente obviamente jugaba yo, y yo era la figura de la escuadra. Yo era el que movía los hilos del equipo y el que, cuando faltaban minutos para el final, remontaba derrotas seguras, esquivando guadañazos de mis infantiles enemigos, gritándole gol a la hinchada, y mirando de reojo el arrepentido rostro de Lucía, o de aquella niña que le tocase el turno para gustar de ella.
Yo jugaba en el rojo, y en los rivales, por lo general River Plate o Racing, jugaban mis enemigos de entonces. Es decir aquellos que osaban competir en la disputa por aquellas mujeres, o que en el peor de los casos, ya gozaban de su preferencia. Eran estos jugadores los que siempre terminaban victimas de mis caños, chilenas y goles.
Pero aquella tarde fue demasiado distinta. Independiente formaba con Goyen en el arco, Mariano , mi amigo de siempre, de cuatro, Trossero de seis, el hijo de Burruchaga de dos, y Cristian, otro amigo tan patadura como Mariano, de tres. En el medio: Giusti, Marangoni, Bochini y...y yo. Adelante cualquiera: por lo general la Porota Barberon y Percudani. La clave estaba en el medio campo, en la recuperación del Gringo Giusti y mía. La jerarquía de Marangoni y la genialidad de Bochini. Atrás nos bastaba con la jerarquía de Trossero y lo milagroso de Mariano
El partido empezó a las cuatro de la tarde, bien puntual. Hacía un calor insoportable. La cancha estaba llena para el clásico Independiente –River. Los once del rojo enfrentábamos a las gallinas: ellas tenían importantes jugadores, Alonso era uno de ellos. El otro era Luis- Luis era un compañero mío de la primaria que la verdad no me lo bancaba. Pero a pesar de esa enemistad yo le reservaba un importante lugar en su equipo, claro que con el riesgo de ser humillado por mi gambeta indescifrable.
El partido empezó mal. Alonso metió al minuto de juego un golazo de tiro libre. En seguida Cristian se hizo expulsar tontamente y quedamos con diez. Yo tuve que doblegar mis esfuerzos a pesar de que arrastraba una lesión en la rodilla que había hecho dudar mi presencia hasta último momento. A los 10 del primer tiempo otro gol de River: Passarella. Y a los 44 otro más de Alonso. La tarde se ensombrecía. El banco de hormigón no me devolvía una pared como la gente. Lucía estaba en la cancha. Yo la relojeaba, veía cómo no dejaba de mirar a Luis, que encima estaba jugando bien. Tan bien que hizo el cuarto. Cuatro a cero. La hinchada ya silbaba al equipo, que para entonces no tenía reacción. Para colmo yo con esa lesión!
La cuestión es que el Pato hizo unas indicaciones y el equipo cambió. Pero era un 4 a cero difícil de remontar. Ellos se empezaron a meter atrás y nos metían unos contraataques que daban miedo. A los 15 del segundo el Bocha me la toca, hago una pared con Mariano, me la tira larga, llego, lo esquivo con un caño a , creo que era Higuain, uno de esos, no sé. Miro al arquero, y le clavo en el ángulo superior derecho un tremendo gol. Pero eran 4 a 1 recién. Ni bien sacan del medio, Luis la vuelve a perder, la lleva Mariano que, en un rapto de habilidad, deja a tres en el camino y cuando le sale Fillol la mete abajo, cerca del palo contrario, suave, como los que saben. Cuatro a 2. Quedaban 10 minutos, la hinchada se volvía, el estadio se venia abajo y mi relato se comenzó a entusiasmar. Era toque y toque. Entre el Bocha, Maranga, el Gringo y yo, sobretodo, fuimos copando el sector de River hasta que llega el tercero. Un 4 a 3 sellado por Barberón gracias a un pase milimétrico que le pone el Bocha. 4 a 3! Y quedaban 3 minutos.
El tema es que fue ahí que pasó lo que nadie nunca me creyó ni me va a creer. Ya eran las 17 y 45 y mi vieja pide el cambio. Teníamos que ir a lo de mi abuela. La miro con gesto de “A mi?”. Sí, a vos. La hinchada me despidió con una ovación, coreando mi apellido. Pannunzio, Pannunzio... Me retiré del campo corriendo y saludando a la tribuna.
Pero eso no terminó ahí. Por que lo que pasó es increíble, lo sé. Y sé que nadie me lo va a creer. Igual yo se lo cuento. Cuando yo salía, allá, en el sector medio de la cancha, mostrándole los botines al juez de línea para entrar y reemplazarme, estaba, se lo juro por Dios!, el mismísimo Diego Maradona. Pero era él de en serio! Se entiende? Ma-ra-do-na, de carne y hueso, ahí, en el patio de baldosas de mi casa. Llego a él, me da un beso y entra con un pique al campo de juego. Yo me fui rengueando por la lesión de la rodilla que me dejaría para siempre fuera del fútbol. Ese fue mi último partido. El Diego lo empató y lo ganó a los 45 del segundo tiempo: 5 a 4. Pero yo ya no estaba ahí. Mientras me iba por el túnel, pude ver la silla vacía de Lucía.