lunes, 19 de enero de 2009

milagro en el patio de baldosas


Milagro en el patio de baldosas de mi casa



En verdad nadie me lo creyó jamás. Lo cierto es que esa tarde de 1983, creo que era enero, no la voy a olvidar fácilmente. Lo de siempre, una siesta aburrida sin amigos, un sol impiadoso, y una angustia que en forma de gramilla iba echando sus raíces. No eran muchas las alternativas: o bien canjear unos Patoruzitos en el quiosco Mafalda, o bien rogar que se nuble.
Igualmente todas las tardes había en el patio de baldosas de mi casa, cuando ya las baldosas estaban tibias y mi viejo se había levantado de la siesta, una gran fiesta “Pasión de multitudes!”: el infaltable encuentro entre Independiente, club de mis amores, y todos los rivales que uno se imaginara. En Independiente obviamente jugaba yo, y yo era la figura de la escuadra. Yo era el que movía los hilos del equipo y el que, cuando faltaban minutos para el final, remontaba derrotas seguras, esquivando guadañazos de mis infantiles enemigos, gritándole gol a la hinchada, y mirando de reojo el arrepentido rostro de Lucía, o de aquella niña que le tocase el turno para gustar de ella.
Yo jugaba en el rojo, y en los rivales, por lo general River Plate o Racing, jugaban mis enemigos de entonces. Es decir aquellos que osaban competir en la disputa por aquellas mujeres, o que en el peor de los casos, ya gozaban de su preferencia. Eran estos jugadores los que siempre terminaban victimas de mis caños, chilenas y goles.
Pero aquella tarde fue demasiado distinta. Independiente formaba con Goyen en el arco, Mariano , mi amigo de siempre, de cuatro, Trossero de seis, el hijo de Burruchaga de dos, y Cristian, otro amigo tan patadura como Mariano, de tres. En el medio: Giusti, Marangoni, Bochini y...y yo. Adelante cualquiera: por lo general la Porota Barberon y Percudani. La clave estaba en el medio campo, en la recuperación del Gringo Giusti y mía. La jerarquía de Marangoni y la genialidad de Bochini. Atrás nos bastaba con la jerarquía de Trossero y lo milagroso de Mariano
El partido empezó a las cuatro de la tarde, bien puntual. Hacía un calor insoportable. La cancha estaba llena para el clásico Independiente –River. Los once del rojo enfrentábamos a las gallinas: ellas tenían importantes jugadores, Alonso era uno de ellos. El otro era Luis- Luis era un compañero mío de la primaria que la verdad no me lo bancaba. Pero a pesar de esa enemistad yo le reservaba un importante lugar en su equipo, claro que con el riesgo de ser humillado por mi gambeta indescifrable.
El partido empezó mal. Alonso metió al minuto de juego un golazo de tiro libre. En seguida Cristian se hizo expulsar tontamente y quedamos con diez. Yo tuve que doblegar mis esfuerzos a pesar de que arrastraba una lesión en la rodilla que había hecho dudar mi presencia hasta último momento. A los 10 del primer tiempo otro gol de River: Passarella. Y a los 44 otro más de Alonso. La tarde se ensombrecía. El banco de hormigón no me devolvía una pared como la gente. Lucía estaba en la cancha. Yo la relojeaba, veía cómo no dejaba de mirar a Luis, que encima estaba jugando bien. Tan bien que hizo el cuarto. Cuatro a cero. La hinchada ya silbaba al equipo, que para entonces no tenía reacción. Para colmo yo con esa lesión!
La cuestión es que el Pato hizo unas indicaciones y el equipo cambió. Pero era un 4 a cero difícil de remontar. Ellos se empezaron a meter atrás y nos metían unos contraataques que daban miedo. A los 15 del segundo el Bocha me la toca, hago una pared con Mariano, me la tira larga, llego, lo esquivo con un caño a , creo que era Higuain, uno de esos, no sé. Miro al arquero, y le clavo en el ángulo superior derecho un tremendo gol. Pero eran 4 a 1 recién. Ni bien sacan del medio, Luis la vuelve a perder, la lleva Mariano que, en un rapto de habilidad, deja a tres en el camino y cuando le sale Fillol la mete abajo, cerca del palo contrario, suave, como los que saben. Cuatro a 2. Quedaban 10 minutos, la hinchada se volvía, el estadio se venia abajo y mi relato se comenzó a entusiasmar. Era toque y toque. Entre el Bocha, Maranga, el Gringo y yo, sobretodo, fuimos copando el sector de River hasta que llega el tercero. Un 4 a 3 sellado por Barberón gracias a un pase milimétrico que le pone el Bocha. 4 a 3! Y quedaban 3 minutos.
El tema es que fue ahí que pasó lo que nadie nunca me creyó ni me va a creer. Ya eran las 17 y 45 y mi vieja pide el cambio. Teníamos que ir a lo de mi abuela. La miro con gesto de “A mi?”. Sí, a vos. La hinchada me despidió con una ovación, coreando mi apellido. Pannunzio, Pannunzio... Me retiré del campo corriendo y saludando a la tribuna.
Pero eso no terminó ahí. Por que lo que pasó es increíble, lo sé. Y sé que nadie me lo va a creer. Igual yo se lo cuento. Cuando yo salía, allá, en el sector medio de la cancha, mostrándole los botines al juez de línea para entrar y reemplazarme, estaba, se lo juro por Dios!, el mismísimo Diego Maradona. Pero era él de en serio! Se entiende? Ma-ra-do-na, de carne y hueso, ahí, en el patio de baldosas de mi casa. Llego a él, me da un beso y entra con un pique al campo de juego. Yo me fui rengueando por la lesión de la rodilla que me dejaría para siempre fuera del fútbol. Ese fue mi último partido. El Diego lo empató y lo ganó a los 45 del segundo tiempo: 5 a 4. Pero yo ya no estaba ahí. Mientras me iba por el túnel, pude ver la silla vacía de Lucía.

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