lunes, 19 de enero de 2009

Inundado


Son las tres de la mañana. El gas cortado hace dos días. Eso no sería nada si no fuera que justamente afuera, hacen diez grados bajo cero. De modo que las ventanas no están empañadas sino escarchadas, y una bolsa de nailon cubre vanamente un vidrio roto y se infla con el inclemente soplido del viento sur. Me desperté muerto de frío y luego no me pude dormir. Quizás sea por esa gotera en el baño que retumba en un balde de chapa, o talvez estas migas en las sábanas gastadas y sucias, que me hacen cosquillas y raspan mis brazos y piernas. La cuestión es que me desperté transpirado, siempre transpiro cuando tengo pesadillas, y con un fuerte dolor de panza. Apenas pude llegar hasta el baño para aliviar estruendosamente un cólico punzante como una flecha de hielo. El cuerpo me picaba, no se si debía a que hace cinco días que no me bañaba -no solo no tenía gas, también se había cortado el agua-, o a las pulgas del gato mugriento.

Me siento duro, pesado. Un dolor de cintura que se derrama impiadoso por mis piernas y espalda me recuerda que aquí estoy, sentado en el comedor, alumbrado tan solo por una vela -también cortaron la luz-, que amenaza apagarse cada vez que el viento sopla y la bolsita de nailon fracasa en su labor de barricada. Se apagó la vela. Me siento esencialmente molesto. Y pienso en las cuentas impagas, en el telegrama de despido que me llegó hace dos semanas y que aun no respondí, y en lo aburrido que me siento. Es que no sé qué hacer, “las horas pasan muertas”, lentas e invariables. Ya está amaneciendo y yo no dormí nada. Tengo los ojos hinchados, llenos de lagañas. Me siento feo. Esencialmente feo y, además, molesto. Tocan el timbre. Mejor no atiendo, seguro es un cobrador. O no, talvez sea un amigo o una mujer que me vienen a visitar. Mejor les abro. Y no es ni un amigo ni tampoco una mujer, es mi vieja. Qué haces con todo apagado, con los eskabes cerrados, con el frío que hace. Y se queda parada mirando qué hago, y eso me molesta, y mucho. Y me pregunta si me llamaron para algún trabajo, que por qué no hablo con Don Luis que la vez pasada andaba buscando un cadete. Pero mamá, yo soy ingeniero!. Pero qué tiene, por lo menos hacés algo. Ah, podes pasar después por casa a cortar la enredadera. No!, por qué no me dejás de romper las pelotas! Y se ofende, y llora, y se va. Ahora, además de todo lo mal que me sentía, de mis molestias físicas, psíquicas y sociales, tengo que cargar con la angustia ajena en forma de culpa. Y la espalda me duele cada vez más, desde la cabeza hasta la cintura, y también tengo hemorrodoides. Las nubes se vuelven cada vez más negras y pesadas, y revientan en un diluvio sin precedentes que rápidamente abniega las calles. El agua entra jocosa por debajo de la puerta de entrada. Mil veces me dije que tenía que colocar un burlete, y mil veces lo pospuse. Ahora a joderse. El agua entra, y no para de entrar, haciendo de mi casa una suerte de improvisado dique. La puta que lo re mil parió. Ya sube como cuarenta centímetros, trato de salvar los artefactos, pero es demasiado tarde. El CPU de la computadora flota en el living, llevándose a la deriva todos los archivos, fotos, recuerdos que tenía grabados en él. El colchón decidió chupar toda el agua podrida que invadió el dormitorio. Por lo menos las migas ya no están, y las pulgas morirán ahogadas. Pero algo me dice que esos malditos arácnidos saben nadar y que tarde o temprano volverán navegando en una nuez a colonizar todos los rincones. El gato sí se salvó, está sentado sobre a mesa, justo encima de la pizza que encargué anoche y que reservé como almuerzo para hoy. La muzzarella desborda pelos blancos y negros, e incluso algunas pulguitas luchan con el orégano. Aquí voy descalzó, con mi archi único jean arremangado hasta las rodillas tratando de escurrir el agua. Pero es inútil, desde afuera un río verde inventa un cause por el comedor, y desde el inodoro retornan inmundicias que creía vertidas en la red cloacal. Pero vuelven, quizas acompañadas por las de mi vecina Olga y su marido Beto. La lluvia paró y aquí estoy, sentado sobre la mesa, junto a mi gato mugriento, y mojado, comiendo una porción de pizza.
Y las horas pasan. Al frío se le suma la humedad ambiente y los restos de la inundación. Estoy cansado, y aburrido, y solo. Tengo sueño, los ojos rojos en sangre, y ganas de explotar en una catarsis violenta. Me acuesto, olvidando que el colchón había reservado cientos de litros de agua putrefacta que ahora se esparcieron sobre mi unica ropa seca. Me la quito, tiro el colchón por la ventana y me acomodo sobre el elástico de alambre de la cama, herencia de mi abuelita, y oxidado como sus huesos.

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