lunes, 19 de enero de 2009

País descompuesto


Mundial. Cielo europeo cobijando la gran final. Inesperada final. España, haciendo estirpe de su historia, por un lado. En el otro campo, estirando y enlongando sus piernas lampiñas, estaban los jugadores de Serbia y Montenegro.
Al incauto lector: Serbia y Montenegro era un solo equipo. No vaya a pensarse que eran dos contra los ibéricos. Este conjunto, me refiero al de Serbia y Montenegro, había llegado a esta instancia definitoria de modo totalmente sorpresivo. Los pronósticos más optimistas sólo le reservaban un lugar en la segunda ronda, y raspando. Y terminaron siendo los muchachitos de la película. Esos antihéroes que acaban besando a la protagonista, pasando previa y obviamente, por todos los escollos y pesares que uno pueda soñar: debilidades, handicaps infranqueables, torpezas. Hacían del esfuerzo y del arrojo un rasgo atractivo y amable. No cabe duda que uno termina identificándose con el débil, con el que lleva las de perder. No sé si es compasión, pero la gente suele hacer de estas fallas, una razón para alentar. El sufrimiento muchas veces reúne más adeptos que las vitrinas repletas de un super campeón.

Precisamente Serbia y Montenegro ni siquiera tenía vitrinas. País rejuntado, castigado. Guerras civiles. Nunca una bocanada de paz. Los rostros de aquellos jugadores parecían reflejar esa historia de penurias y de nación arrasada, como una puesta en escena de película clase B. Entonaron su himno con la pasión de un Cristo en la cruz, mirando fijamente la cámara de la televisión, a medida que ésta se iba posando en sus humanidades. Sus cuerpos, no solo sus rostros, eran un texto de heridas sangrantes: flacos y desgarbados algunos; brutos y morrudos otros.

Hinchada no tenían. No podían salir fácilmente de su país. Cada jugador soñaba con su lugar, imaginaban al barrio rodeando los contados televisores, esperando la hora señalada, y rogando por un nuevo milagro. Es que haber llegado a la final podía ser fácilmente motivo de canonización de estos once guerreros. Goles sobre la hora, travesaños astillados y referíes miopes colaboraron en esta hazaña. Pero sobre todo fueron la garra, la templanza, la vergüenza propia, y un sentimiento entrañable, los que permitieron a Serbia y Montenegro ir abriendo cada una de las llaves del fixture hasta llegar a la última cerradura.

El partido todos lo recuerdan: un cero a cero anodino, siestero, un partido de potrero del far west. No hubo párpado que no titilase. Como si los protagonistas esperaran el fallo de un jurado para definir el pleito. Pasesitos por aquí, demoras por allá, jugadores lesionados que se recuperaban cuál Lázaro venido de la muerte. Y una maratón infernal de los serbiosmontenegrinos, pelotazos a la luna, salvadas grotescas sobre la línea del arco. Hasta penales malogrados. Así se disiparon los noventa minutos, y así llegaron los treinta de un alargue jugado con el alma y la vida. Aquellas piernas escuálidas parecían aumentar su grosor, y los torpes defensas adquirían destrezas propias de una gimnasta rusa.

Fueron los penales los que decidieron el destino de la copa dorada. Aquella que levantó el Diego, pasaría al menos cuatro años en la ignota Serbia y Montenegro.

Ese fue el gran tema. El disparate. Lo impensado por los jugadores de aquella selección. Esos hombres que desbordaban alegría, que saltaban como si recién se hubiesen despertado de la siesta, con una energía envidiable, nuevamente, cuando ya creían haber saltado todas las vallas de la vida, se encuentran con una ominosa y trágica escena. Digo bien, esos tipos, que emocionaron hasta al escandinavo más ermitaño, que regaron el césped con su sudor y que despertaron la simpatía de medio mundo, otra vez, pobres tipos, otra vez encuentran una roca, que digo!, un meteorito, en sus rutas. Aquellas ansias de llegar a su país, de compartir desde algún balcón la única alegría nacional en cientos de años con sus coterráneos, chocaron frontalmente con la crudeza más descarnada. Por aquellos días, mientras el furor del mundial estaba vigente, y el vendaval de milagros futbolísticos maravillaba al planeta, muy otras decisiones se estaban tejiendo en el país de Serbia y Montenegro. Mejor dicho, se estaba deshilachando un tejido histórico. Una suerte de “ovillar y dar de nuevo”. Se había decidido, ni más ni menos, que aquel país compuesto, sufrido y castigado, dejase de existir. Que su bandera fuese arriada definitivamente, y que su nombre se desdoblase en dos: Serbia por un lado, Montenegro por el otro.

Los jugadores bajaron en el Aeropuerto Internacional. Aún saltaban de alegría e improvisaban cantos futboleros en un idioma ininteligible. No sabían nada. Inocentes como niños, desbordaban ansiedad por subirse a un micro descapotable y pasearse a sus anchas por las bombardeadas calles de la Capital. Por una vez no serían tanquetas sino caravanas de autos unidas por un bocinazo masivo y agudo, que acompañase al heroico seleccionado. Todas las manos alzando la estatuilla en un día históricamente feliz.

Allí bajan los jugadores, en una fila desarmada, desaforados, con las corbatas de vincha. Más vigorosos, menos sufridos. Están a punto de pisar el suelo de un país que ya no existe, que se disolvió en la noche. Allí va la selección de fútbol de un país que no existe más.

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